Manejaba esa noche sin poder concentrarme. La carretera siempre había sido una mala consejera; la monotonía de esa línea blanca me conducía a los más absurdos soliloquios: ¿Éramos acaso un par de enemigos acérrimos pretendiendo inventar una nueva forma de amor? No, no llegábamos a tanta cosa, sólo éramos la intersección de un estúpido obsesionado por una mujer perversa, y una mujer perversa que jugaba con la obsesión de un estúpido.
Me detuve en mitad del largo trayecto; un jeep había caído de un pequeño puente. Se encontraba volcado sobre un riachuelo que serpenteaba en la amarilla vastedad de un cañaveral que esperaba la zafra. El conductor, un hombre joven, había quedado atrapado con medio cuerpo fuera del vehículo, se encontraba boca arriba, sumergido en apenas unos centímetros de agua. Mientras la gente ingeniaba poleas y palancas, yo lo observaba: los ojos abiertos con expresión de haberse dado por vencido mientras que el agua corría mansamente sobre su rostro. De pronto vi con claridad que ese rostro era el mío. La superficie estaba tan cerca, pero me encontraba atrapado por un extraño sentimiento: un amor terriblemente infectado con odio, por el que estaba dispuesto a basurearme a mí mismo. Me había dado por vencido...... yo era ese hombre que mis ojos veían inerte.
“Uno no se ahoga por caer al agua sino por permanecer inmerso”.