sábado, 5 de abril de 2008

PESCADOR ARTESANO




La de “Las salinas” era una playa solitaria y recóndita del Pacífico donde yo solía contemplar los más hermosos ocasos, o caminar por las noches para sentirme abrumado por la infinita cantidad de estrellas que brillaba sobre mar y tierra. Los pesqueros rompían con sus oscuras siluetas y con las luces titilantes de sus balizas la línea del horizonte que esmeradamente dibujaba la luna, y la blanca espuma, eterna compañera de las olas, mojaba mis pies descalzos al encontrarse con la negra arena.

Pequeños cangrejos corrían por todos lados aprovechando la oscuridad para hacerse del alimento que el mar les traía; lo mismo hacía el viejo Rosendo, preparándose con cordel, anzuelo y carnada para una nueva jornada en su trabajo de toda la vida. Unos tragos de ron barato, un par de cigarros sin filtro y una inolvidable lección de pesca a “línea limpia” fue lo que recibí por hacerle compañía esa noche, y por ayudarlo a halar el cordel de cuando en cuando.

A punto de romper el alba, después de varias horas de intensa lucha, Rosendo exploto en risa, y yo reí con él a carcajada suelta: un mero de más de 50 kilos yacía exhausto sobre la arena. El viejo Rosendo había ganado a pulso el sustento de su familia, y yo había ganado una experiencia memorable, un par de kilos de pescado fresco, y la amistad invaluable de un humilde pescador artesano.