Proverbialmente hablando, hay tres cosas que un hombre debe hacer antes de enfrentarse a la muerte: tener un hijo, escribir un libro y sembrar un árbol. Si dicho proverbio tiene algún fundamento, podría decirse entonces que me he ganado el derecho de morir en paz, porque después de engendrar a mis hijos, y antes de escribir un par de cosas que podrían entrar en la categoría de libros, sembré mi árbol.
Apenas medía dos palmos cuando lo llevé a casa, protegida su cofia por una pequeña bolsa negra llena de tierra. Lo planté en el lugar más privilegiado del jardín al que mi esposa y yo dimos forma, en la casa que recién habíamos comprado. Supongo que su raíz logró introducirse en alguna cañería, porque en pocos años, de pequeño piloncillo pasó a ser un verdadero gigante: siempre hermoso, siempre verde, siempre vivo, siempre dueño de su entorno; protegiendo nuestro hogar con sus frondosas ramas que han llegado a dar albergue a docenas de pájaros que nos hacen la vida alegre, anunciando el anochecer y despertándonos cada mañana con su algarabía llena de trinos y gorjeos.......y dándonos la lata con sus travesuras y pleitos.
En muchas formas ese árbol ha traído vida a nuestra casa: nos ha brindado a Patricia y a mí, tardes y mañanas placenteras y también nos ha acompañado en esos momentos que no podemos recordar como gratos. Era preocupante verlo crecer más allá de toda expectativa, por lo que hice lo posible por detenerlo mientras seguía buscando profundidades y alturas, porque sus raíces no sólo han desnivelado el piso de los caminitos que rodean el jardín, destruido el lugar que construí para hacer fogatas (y que jamás utilicé), dejando fuera de plomo el muro de contención del garaje y roto un tubo de agua que abastece la lavandería, también se han metido en nuestros corazones, de donde nada se ha podido hacer para sacarlas.
Mi esposa y yo, sin ser “eco-histéricos”, hubiéramos hecho cualquier cosa por salvarle la vida a ese árbol, pero su sentencia de muerte ha llegado firmada por nuestros vecinos, a quienes los pájaros que tanto alegran lo nuestro, hacen estragos en sus casas, dejando caer desde el cielo sus “bendiciones” sobre sus recién estrenados autos, manchando sus aceras, sus portones, sus ventanas, su ropa tendida al sol......y a alguno de ellos, dejándole un mal recuerdo en la camisa...... y otro más feo en la calva.
El domingo pasado me levanté a media noche y salí al jardín para contemplar su belleza, y para constatar, con un nudo en la garganta, que ni la luz de la luna, ni la del sol, como tampoco la lluvia o el sonido del viento volverán a ser lo mismo sobre nuestra casa; ya no querré tomar el desayuno, ni leer un libro, o simplemente meditar viendo la puesta del sol tras las montañas y volcanes desde mi lugar favorito, ese espacio verde que, sin el árbol, jamás volverá a ser lo mismo.
1 comentario:
lindisimo el post, super emotivo, que paso con el arbol??
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