viernes, 21 de septiembre de 2007

LALA


Ella era una mujer tan tenaz y decidida que siendo aún muy joven arrastró a sus cinco pequeños hijos para huir de un destino que no deseaba para ellos. Yo la visitaba cuando me urgía un escape, porque junto a ella se paraban las horas y el tiempo no transcurría. No era glamorosa, elegante o sofisticada, de hecho era una mujer de modales ásperos, nada refinada; su tez morena, de un tono bronceado, contrastaba con esos ojos de color miel y expresión gitana. Su figura gruesa y su aspecto pesado, hacían juego perfecto con su voz fuerte y sus palabras toscas; si no lo hubiera testificado el retrato amarillento que se sostenía precariamente sobre la cómoda, nadie hubiera imaginado que, alguna vez, fue una mujer tan bella.

Cuando llegaba a verla me convidaba sin falta a su mesa de sillas desiguales, y me alimentaba irremediablemente con huevos más que fritos, o carne algo quemada, pan recalentado, café del malo, y talvez un trago de brandy, vino barato, o ron. No me importaba que viviera en un barrio pobre, o que su apartamentito de un sólo ambiente mostrara ese desorden tan desconcertante. Tampoco me importaba el polvo amontonado en la maquina de coser que, olvidada en un rincón, contaba pasadas historias de remiendos, vestidos ajenos y noches desveladas, o el mazo de cartas con el que, según yo, la señora se ganaba unos centavos extras embaucando a sus vecinas, prediciéndoles la buena y la mala fortuna, por lo que una noche que la encontré leyendo a solas la baraja, cariñosamente la traté de farsante; minutos después, en un momento mágico, mi pasado, presente y futuro convergían sobre la mesa, sin haber tomado, todavía, su lugar definitivo en espacio y tiempo: junto a mi “yo” de cartón, la imagen de una buena mujer lloraba; la de una mala mujer reía, y la de una bella mujer dorada, lucía en su cabeza la corona del triunfo. Vi mi vida reflejarse entre espadas, oros, copas y vastos, y ofrecí mis disculpas a esa gran señora. Más que respeto, esa noche empecé a sentir miedo de esos naipes viejos.

Mi abuela Lala heredó todas sus propiedades a mi madre y sus hermanos; al resto de su familia no le dejó nada, excepto a mí, pues, al ser el único interesado, recibí de ella palabras dulces, miradas amorosas, mimos, cariños, momentos incomparables y una baraja española. Ella fue la preferida de mis cuatro abuelos, y yo, el preferido de sus once nietos.


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