De un tiempo a esta parte he dejado de sentirme propio en mi terruño: Ciudad de Guatemala- Las interminables filas de autos en las calles saturadas de carteleras y rótulos luminosos; el ambiente pesado y la correría de la gente, el concreto masivo mezclado con alfombras interminables de asfalto, los largos minutos con la vida detenida en los semáforos y las horas vividas por gusto, despilfarradas cada día en los embotellamientos. La masa de sonidos conformando ese perpetuo ruido, y el olor a agitación e indiferencia que ha curtido nuestras narices hasta volverse imperceptible, hacen que desee tomar a los míos, escapar de las fauces de este monstruo pétreo y no volver jamás, pero ellos tienen sus cordones umbilicales conectados a la urbe, se alimentan con su barullo, sus vidas están engranadas a la metrópoli, son parte de su maquinaria y giran al compás de sus ruedas dentadas; languidecen cuando dejan de respirar su aire, se marchitan como plantas arrancadas de su suelo si se ven separados de este vértigo infame.
Además, aunque al llegar a casa disfruto cambiando los refrescos instantáneos y la bazofia cocinada por propia mano con que suelo envenenarme cuando estoy en el pintoresco pueblo donde trabajo, por buenos tintos, blancos y rosados, deliciosas cenas en restaurantes y ricos almuerzos preparados por esposa o madre; también cambio sacrílegamente al Sr. K de Franz Kafka por “Los hombres de Paco” de Antena 3, y al Zaratustra de Nietszche por Los Simpson de la cadena FOX, cosa que, aunque divierte no tiene perdón de Dios, por cuanto llora sangre.
Por tanto, he de seguir viviendo solitario, trabajando, escribiendo y devorando libros en esta tierra: Zacapa, que aunque está a sólo tres horas por carretera de casa, se siente terriblemente lejana, no obstante, seguiré procurando no elevar mucho mis ramas al cielo, a fin de que mis raíces permanezcan superficiales y puedan alimentarse en cualquiera de los dos suelos.
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