Al rededor de una taza llena de exquisito Café de Antigua, giran suavemente mis más inusitados pensamientos, discurren sin momento y sin cadencia; involuntarios, antojadizos, carentes de un espacio propio, pero eternos.
Recién hecho y de insuperable aroma, mi café recibe los honores de este pausado romance que, de tanto repetirse, se ha convertido en una solemne liturgia. Su altar, siempre de gruesa y blanca losa, chorrea una gota oscura mientras degusto, reverente, la delicia incomparable del primer acercamiento. Suelo tomarlo muy despacio, dejando que se enfríe lentamente porque, al igual que la mujer amada, que en cada etapa de su vida tiene la gracia sublime de darme un amor diferente, el café cambia de sabor y textura conforme los minutos pasan, regalándome así, una paleta infinita de matices con cada sorbo que doy.
Hoy lo bebo junto a estas boscosas montañas que se protegen del frío enrollándose con el manto blanco que les presta esa nube que se ha caído del cielo. Pero el lugar, aunque hermoso, importa poco. Es el "affaire" lo que cuenta: el gran momento de pasión que vivo entre mi paladar, mi ser interior, mi pluma y mis pensamientos.
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