Cincelado en piedra el rostro, surcada por mil arrugas la piel; indio descalzo, complexión de roca y frente de buey. A mecapal, mercader del barro, de palabras cortas y estirpe de rey. Cien años de edad, Tabike, solemne confesaba, hincada la rodilla en tierra, sombrero al pecho y al cielo la mirada.
Pesada carga: comal, apaste, olla y tinajón a la espalda llevaba. Robaba pedazos de vida al tiempo, recorriendo la campiña con su paso lento, y andando por aquellas veredas morenas, flanqueadas de blanco algodón, nunca le faltaron las fuerzas, ni la eterna gratitud a su Dios.
Al encontrarnos por los caminos, a mi nombre propio jamás llamó. Un vocablo extraño fue el que siempre, con migo, uso; lengua de ancestral pueblo, fonema Chortí irrepetible, palabra con que una vez me bautizó, y cuya traducción castiza: ”GRAN AMIGO”, hoy repito a mucha honra, y escribo con el mayor orgullo.
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