El calor producía vaporosos espejismos en los campos recién arados de las tierras bajas que, gracias a su proximidad con los ríos Ican y Sis, con el bosque de mangle y con el mar, se mantenían húmedas y fértiles año tras año. La tarea de sembrar sandía, aventura empresarial en que me embarqué cuando apenas cumplía mis benditos veinte, era trabajo arduo y tenía más bemoles que maravillas. Aquel, por ejemplo, era día de pasar la rastra para pulverizar los terrones que el arado había dejado esparcidos el día anterior, parecía cosa sencilla, pero el “Poporocho” era terco como mula y se rebelaba contra su suerte con mucha facilidad. El polvo que levantaba la rastra y el humo que el viejo armatoste emitía, mezclado con el copioso sudor y la humedad de la costa, transfiguraban mi rostro hasta dejarme irreconocible. La música norteña, ama y señora de aquellos lugares, no ayudaba a quitar la sensación de combustión espontánea y mucho menos el “mal de orín” que provocaba la temperatura de la caja de cambios con que el viejo John Deere castigaba a quienes osaban cabalgar en sus oxidados lomos.
El almuerzo tampoco era gran consuelo: arroz mazudo, frijoles negros cocidos y tortillas tiesas, recalentadas con fuego de leña, y para mojar la garganta, solvente universal recién sacado del pozo artesano: agua turbia que disfrazábamos con jugo de limón, azúcar, y un profiláctico chorrete de aguardiente.
Al final de la jornada se obligaba un buen baño en el río, y un cambio de ropa para después acelerar levantando polvo por los campos sembrados de algodón, siguiendo la puesta de sol rumbo a las viejas salinas, a la casa de Tío Chano, procurando estar puntual para la cena, en nada diferente al almuerzo excepto por el café instantáneo servido en pocillo de peltre, y después, cumplidos todos los protocolos, trepar de nuevo al 4 X 4 para ir hasta la tienda de la Munda, en la aldea más cercana, y cargar a mi cuenta corriente al menos cuatro de aquellas inolvidables granizadas con jarabe de leche que solía tomar con inmenso deleite. Más tarde, después de recorrer de regreso aquel caminito paralelo a la playa, era mi placer pasar unas horas platicando con mi tío Chano, sentados ambos en un tablón, fumando un cigarrillo, viendo la multitud de estrellas brillando en el cielo, oyendo las olas rompiendo con fuerza en la playa y respirando la brisa marina que trae el olor de la sal.
Qué razón tenía Hemingway cuando dijo que “El hombre que ha empezado a vivir seriamente por dentro, empieza a vivir más sencillamente por fuera"
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