Ella no acudió a la cita, y yo me quedé sentado en lo alto del pequeño montículo que sobresalía en ese descuidado parquecito de Miraflores que llamábamos “el campo escuela”. Aunque jamás fue puntal, ella siempre llegaba, y su ausencia me perturbaba tanto como mis repentinas carestías.
Bizarras imágenes pasaron por mi mente mientras el sol pintarrajeaba un crepúsculo burlón en el cielo, y de toda la música que escuché esa tarde, me quedó grabada en la mente, como si hubiera sido en piedra, la canción de Paul MacCartney, “Band on the run”. Aún me es imposible escuchar esa canción sin sentir una profunda tristeza, pues esa fue la primera vez que vislumbré el fondo sin llegar a tocarlo. Súbitamente había entendido los motivos de su ausencia y de que jamás me permitiera llamarla mi novia; se abrieron ante mis ojos junto a la visión del profundo abismo por el que me estaba despeñando, abismo al que ella, al alejarse de mi, trataba desesperadamente de no arrastrarme.
Por insistencia mía seguimos frecuentándonos por varios meses sin ser formalmente “nada”, pero he de admitir que era muy doloroso ver como se consumía su juventud mientras que yo, recién iniciada mi adolescencia, procuraba cuidarla tanto como me lo permitía el insuficiente tiempo que pasábamos juntos. El gran amor que sentía por ella me hacía capaz de sobrellevar lo que fuera, porque, a pesar de todo, aun en sus peores momentos, Sonia solía ser una chica tan dulce como bella.
Me juraba que el "ácido" la hacia sentirse "Más libre que el viento", pero las lágrimas con que me suplicaba que jamás siguiera su ejemplo me impidieron creerle. Tampoco las lagrimas que vi en su rostro el día que me dijo adiós, en medio de aquel “toque” de la banda de rock “Caballo Loco”, me permitieron dar por verdaderas las palabras que usó para romper mi corazón y alejarse de mí vida definitivamente.